Fredy López Arévalo
Nunca había comido la cabeza de un pescado. Pero ayer lo hice, y hoy de nuevo. Cerré los ojos y me metí la cabecita de un robalito frito. Es una delicia. Eran pescados pequeños, y las cabezas quedaron crujientes, doraditas. Incluso las aletas y las espinas. Mastiqué y engullí las cabecitas de los robalitos asquerosamente ricas.
Es un sabor diferente a la carne blanca del róbalo. No sé cómo describir ese saborcito peculiar de aceite de las cabezas. No creo poder hacer lo mismo con la cabeza de una mojarra. Seguro esas las seguiré dejando a un lado.
Mi abuela y mi madre le chupan los ojos. Yo nunca lo hice. Comía el cuerpo del pescado, y dejaba de lado la cabeza. Mi abuela Aminta Abadía Bermúdez me insistió y mi madre Blanca Luz Arévalo Abadía, por igual. Eso en mi infancia.
He visto a algunas personas que se meten el pescado envuelto en una tortilla, comércelo de un bocado y sacar una a una las espinas, como un condenado gato. Mi cuñado Gregorio Utrilla es uno de ellos. La primera vez que lo vi hacerlo, era yo un adolescente. Fue en su rancho La Esperanza, entre Sabanilla y Moyos. Pescábamos con fisga en el río. Recuerdo que el macabil había que peinarle las espinas con el pie descalzo. Yo nunca pude comerlo. Tiene demasiadas espinas, y las tiene entreveradas. Pero el caldo es exquisito. Siempre me admiré de cómo mi cuñado Gregorio se metía los bocados como quien come un taco de cochinita pibil. Y extrae meticulosamente de su boca espina por espina con una habilidad que me dejaba y aún hoy, me deja pasmado.
Yo recuerdo que de niño, cuando se comía pescado en la casa, mi abuela siempre ponía un guineo al lado de nuestros platos. Era por si se nos atoraba una espina en la garganta. En teoría, el plátano envuelve a la espina y no hace estragos en el cuerpo. No sé que tan cierto sea eso, pero mi abuela lo hacía. Es posible que sea un hábito sefardí. Ella provenía de una familia judía conversa al catolicismo que inmigraron del Líbano, y luego arribaron a Guatemala cuando fueron expulsados de España.
Todos esos recuerdos se agolparon ayer y hoy en mi memoria al comerme la primer cabecita frita de un robalito. Me agradó tanto que me comí alrededor de seis robalitos, comenzando por las cabecitas, y hoy de nuevo acometí con ávidez esa experiencia, para mí novedosa.
En la isla de Boca del Cielo, comenzó la temporada de sambuco, también conocido como tararira, de la familia de los Erythrinidae (del griego «erythrinos»). Es una mala época para el estero. Los pescadores lo capturan por millares, le abren la panza, le extraen la hueva y los tiran al agua.
La temporada apenas comienza, pero llegan a flotar por miles los sambucos muertos. Apestan el estero. Aún no sucede, pero año tras año es lo mismo. Hace algún tiempo me tomé la molestia de investigar sobre una fábrica para producir harina de pescado con esas toneladas de sambuco que cada año desdeñan. No es una inversión tan cuantiosa, pero hice números y es insostenible. Tendría que ser una inversión institucional. La harina de pescado puede usarse en alimento de pollos o de cerdos, pero se necesitan patios de asolear (como los que se utilizan para secar el café), y el olor insoportable. Terminé por desechar la brillante idea. Pero es viable para quienes tiene un rancho y crían cerdos o pollos. No es mi caso.
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